miércoles, 21 de diciembre de 2022

ACANTO

 

Lustrosas hojas de acanto. 20 noviembre de 2022

A mis plantones de acanto (Acanthus mollis) les han sentado maravillosamente las últimas aguas otoñales. Defendidos estaban del temporal por los muros de ese lado del jardín en el que antaño, cuando llovía más que ahora, se oía la cantinela de dos fuentes procedentes de sendos minados seculares. 

Prosperan con facilidad bajo la protección de dos grandes almeces espontáneos que dejé crecer junto a dos nísperos y dos celindos, estos cuatro plantados por quién sabe qué jardinero en un pasado remoto. Allí, en aquella fresca umbría, ya no es posible que florezcan rosas por falta de sol, aunque sí lo hace el albarraz (hierba piojera) que trasplanté silvestre, de semillas del que crecía bajo una encina centenaria en un carril de La Loma. Bajo la protección de los almeces viven, recrecen en otoño fructifican y se reproducen, los acantos felices; felices y dichosos digo, pues han de ser felices las plantas que muestran un verdor tan puro, tan limpio, tan brillante y unas ganas de vivir tan firmes.

No me extraña que esta planta haya sido desde antiguo símbolo de renacimiento, por la rapidez con que se regenera después de haber perdido todas sus hojas y por la facilidad con que salta de un lugar a otro si cuenta con el agua necesaria y algo de tierra. Me traje un plantón de Bacayo, donde todavía crecían y fructificaban los acantos tras el muro de una cuadra en ruinas. Y les ha ido fenomenal aquí, muy cerca de donde jugamos al dominó en el verano.


Espiga floral del acanto, que se eleva elegante en el verano
 hasta  una altura considerable.

Ἄκανθος (Ákanthos) significaba en griego espina, pero pocas espinas tienen ya los acantos cultivados en comparación con los salvajes. Se le atribuyeron también propiedades medicinales a tallos y raíces.

Cuenta Vitrubio que Calímaco, un famoso escultor que tallaba el mármol con enorme delicadeza, topó en un cementerio con un canastillo tapado por una baldosa y alrededor del cual crecían rodeándolo las hojas de un acanto. El canastillo había sido dispuesto allí por una nodriza que amaba tiernamente a la doncella que cuidaba y murió prematuramente y sobre cuyos restos mortales creció el acanto. 

Fue esa contemplación estética la que inspiró a Calímaco, animándole a incorporar la belleza percibida de las formas foliales de la planta al tambor del capitel de las columnas, cuya decoración le habían encargado los corintios. Aquel ornamento gustó tanto que sirvió para identificar el orden arquitectónico que seguimos llamando orden corintio.

Figuración del legendario canastillo que inspiró a Calímaco

La costumbre de adornar los capiteles y otros elementos arquitectónicos con imitaciones o iconos de hojas y plantas es muy antigua y seguramente la tomaron los griegos de los egipcios. Eran frecuentes los motivos calcados del olivo o del laurel. Los romanos continuaron la tradición corintia en su capitel compuesto o latino.

Las hojas, el tallo floral, la belleza y lustrez del acanto, han inspirado a los artistas de todas las épocas. Los antiguos otorgaban a esta planta  un poder mágico. Suponían que sus hojas espinosas mantenían a raya a los malos espíritus. Así pues, puede que el hecho de escoger estas formas como adorno de los templos tuviera también un significado de talismán o amuleto apotropaico, como vade-retro para miasmas malignos.

Frutos inmaduros del acanto

Virgilio describió el vestido de la divinal Helena bordado en relieve con figuras de hojas de acanto. El cristianismo asimiló la planta al renacimiento del alma y comparó la silueta de sus hojas o de los pétalos de sus flores con las alas de los ángeles. 

Detalle (macro) de una flor de acanto

Las hojas de acanto son también emblema ornamental de las Bellas Artes. Me consta que también gustan como alimento a babosas y grandes caracoles de jardín, de esos que los franceses incluyen en su cocina más refinada y para cuyo manejo à table han inventado incluso un sofisticado instrumento.


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