martes, 6 de diciembre de 2022

NARCISOS

 


Prefiero los silvestres a los cultivados. Los primeros que pude observar salvajes crecían encharcados y luminosos en la obscuridad de un pinar de Sierra Morena, a finales del mes de febrero, allá por el 2009 si no recuerdo mal.

Antonio Carvajal les dedicó un bello poema que dedicó a Elena Martín Vivaldi...

Bocas de vidrio, esbozos de penumbras.
Adelantados o doblados
o pertinaces en su insomne palidez
de vientos como llamas, los narcisos
entregan su aroma, luna de invierno.

Florecer y morir, qué triste júbilo.
Su dispersa agrupación conmueve
el corazón del hombre, pues conoce
que la armonía existe, mas tenerla
sometida no puede a su dominio.

Todo es renuncia: de tanto aroma
nada se percibe, como en la muchedumbre
de los besos tantos pierden relieve,
sólo el beso inicial y el postrero
perduran.

El poema de Antonio no acaba aquí. Recuerda luego Carvajal que abren los narcisos en los días cálidos de febrero, largamente esperados. Compara atrevido la floración angustiosa de estas flores con las columnas del incienso, el ilustre bisbiseo latino de letanías, y con "el cavado resonar del órgano suspenso".



Freud y el psicoanálisis usaron la figura mítica de Narciso para describir una patología psicológica tan actual y extendida como el "narcisismo". Tengo para mí que este desarreglo es efecto, al menos parcial, de la Internacional publicitaria y propagandística y de sus incesantes y masivos halagos engatusadores, pues las recalcitrantes adulaciones y reiteradas lisonjas de los Mass Media inflaman el ego del potencial consumidor y del presunto votante, haciéndoles pensar que sus deseos son derechos, sus gustos los mejores, e incluso introduciendo en sus maleables mentes y dóciles ánimas el prejuicio obsceno de que sólo es justo lo que les da gusto.

Narciso fue un personaje trágico que halló su némesis y desgracia en su hiperbólica autoestima (hybris). Nació hijo de una ninfa, Liríope, tras ser violada por un dios fluvial. La vida del terpio ya empezó mal, pues fue producto de un acto de violencia de género divino. Olvidaremos el nombre del padre ya que no queremos añadir fama al violentador, por muy dios que fuera.

Tiresias, venerable adivino, le vaticinó a su madre que Narciso llegaría a viejo con tal de que nunca se conociese a sí mismo. Sabio consejo puede parecernos a pesar de que va contra el mandamiento délfico que manda a cada uno de nosotros que nos conozcamos a nosotros mismos. Lo que Apolo sobre todo ordena -pienso yo- es que sepamos de nuestras limitaciones y así no nos ensoberbezcamos creyéndonos dioses. Además, no es sano abismarse del todo en los laberintos de la propia alma descuidando la de los demás. Puede ser el fondo de uno mismo abismo en el que enloquecer de vértigo o dédalo en que perderse y cuyas salidas resulten tan empinadas y solitarias como la anábasis en agreste cuesta de la caverna platónica.

Todavía casi niño, a Narciso le perseguían y acosaban admiradores de ambos sexos a los que, como a la ninfa Eco, el chaval orgulloso rechazaba cruelmente, muy pagado de su autosuficiencia y belleza. Admirador tuvo que se suicidó después que el mismo Narciso le enviase como señal una espada. Fue el caso de Aminias, quien suplicó a la diosa Ártemis que vengase el desprecio narcisista. Y Ártemis generosa y justiciera hizo que Narciso se enamorase con la condición de que no pudiera consumar jamás su deseo.

Y un buen día de aquel entonces, Narciso -como es vox populi- se enamoró de su reflejo donde se remansaban las aguas clarísimas de un arroyo. Sucedió en Donacón (Tespia). Al principio se regocijó de la belleza de su figura y hasta del tormento de no poder satisfacer su deseo de besar aquel rostro hermosísimo y abrazar al otro que era sólo sombra de él mismo, no más que su retrato. Sabía al menos que su otro yo le sería fiel. Pero absorto en su contemplación pasó hambre y sed y desfalleció al fin, como era de esperar: solo y desesperado.

Unos dicen que se ahogó ensayando abrazar aquel simulacro; otros, que se hundió una daga en el pecho y su sangre empapó la tierra y que de aquel abono, fecundo al fin (pues el amor narcisista es generalmente estéril), nació la flor que lleva su nombre. De los narcisos se destilaba antaño en Queronea (patria del sabio Plutarco) un ungüento balsámico con el que se combatían males de oídos y la hipotermia.

Otro poeta, Robert Graves, relaciona la raíz Nar- con las propiedades narcóticas del aceite de narciso y afirma que las terminaciones -issus e -inthus son cretenses. Tanto Narcissus como Jacinthus pudieron ser nombres del héroe de la floración primaveral en la isla del Minotauro, donde Teseo sedujo a su hermana Ariadna. Aquel amor entre el héroe ateniense y la hija de Pasífae también acabó mal, porque -según sentencia el poeta de Albolote- la armonía existe, ¡pero no podemos dominarla!

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