Foto de Antonio Berlanga Mnez.. Prados de Armijo (Jaén), 2008. |
La salamandra no es un lagarto aunque lo parezca, sino un anfibio urodelo, el urodelo más común en Europa, anfibio terrestre, amigo de los ambientes húmedos pero que sólo entra en el agua para parir. Uno no se explica cómo ha sido elevada por la imaginación humana desde antiguo a la categoría de fantástico dragón, habitante del fuego y con poderes sobrenaturales.
Plinio el Viejo cuenta que la salamandra apaga el fuego a su antojo, puede vivir en el fuego y hasta baila en medio de las llamas. Según Claudio Eliano, vive entre quienes trabajan en las fraguas y estos echan la culpa al bichejo si languidece el fuego. La magia y alquimia de finales del Medievo le otorgó el papel de elemental, esto es, custodio del elemento fuego por decisión divina, espíritu de la llama.
Así, para el médico Paracelso (1493-1541), los seres elementales como la salamandra no tienen alma, pero tampoco son espíritus, porque mueren y los espíritus no mueren. No obstante, no son simples animales, porque hablan y ríen. Superiores a los hombres porque son insecuestrables, como espíritus libres. Cristo no ha podido redimirlos. Los seres elementales son la imagen grosera del hombre, como el hombre es la imagen grosera de Dios. Para ser hombres les falta alma, pero viven honradamente por mero instinto.
Cyrano de Bergerac pinta a la salamandra como una furiosa bestia, fría y sin embargo fogosa: "De los ojos de la salamandra brotaba, en cada mirada de cólera que disparaba contra su enemigo, una luz roja que parecía encender el aire: al volar, sudaba aceite hirviente y orinaba ácidos" (El otro mundo).
Hoy es poco probable que veamos volar a una salamandra, de carne y hueso, por decirlo así. Se le atribuyeron tales poderes que se pusieron por escrito recomendaciones para librarse o protegerse de ellas. Imprescindible, un círculo mágico y en él una serie de regalos que se le ofrecen según sus preferencias: hierro, cobre, jaspe, esmeraldas, corales, faisanes, perdices y palomas. También es necesario que dentro del círculo mágico trazado tierra, a ser posible con una espada mágica aunque vale un palo, se pronuncie una oración con vehemencia y mirando al sur, una prerrogativa que se dirige al elemento Fuego:
"¡Oh, fuego centelleante! Ahí te iluminas a ti mismo con todo el esplendor que sale de tu esencia, de los arroyos de luz que nutren tu espíritu infinito, etc.". La oración concluye con una súplica: "Deja que las salamandras se lleven las humildes ofrendas y protejan mi casa austral para siempre, ¡Oh, rey elemental!".
La oración anterior podría haberla suscrito, al menos en parte, el príncipe melancólico de Éfeso, Heráclito el obscuro, o un seguidor de Zenón de Citio, porque los estoicos igual pensaron, como el efesio, al fuego como elemento primero, como si fuese lo que hoy llamamos Big Bang o Gran Explosión creadora y, también, dado su efecto purificador y destructivo, en fuego creían que concluiría todo, en una gran conflagración universal.
Se espera que la salamandra obedezca ciegamente a su elemento Fuego y luego del exhorto y los regalos -que no se sabrá dónde han ido ni en qué manitas han quedado- manifestarán su obediencia con un crepitar de la hoguera, un soplo extraño en la chimenea, un ruido en la madera, como un quejido inaudito.
Foto Antonio Berlanga Mnez. Otoño 2008, cerca de Prados de Armijo (Jaén). |
También es posible desinfectar la casa de salamandras, si ello fuese necesario, que es raro porque cada vez quedan menos en nuestros bosques y montes, usando azafrán, materia esta que se opone al azufre propio de las salamandras. Pero por lo menos el azafrán desparramado será reutilizable en la cocina y, si ha estado en contacto con los efluvios de la salamandra, acelerará la cocción de los alimentos.
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